Tengo que esperar

Robert Rauschenberg. Preview. 1974. Litografía, serigrafía y técnicas mixtas sobre tela. 175 x 205 cm.

Cuenta Alan Pauls que la primera vez que se encontró con Manuel Puig fue en Rio de Janeiro, en los ’80. Acababa de entregar el manuscrito de su análisis crítico de La traición de Rita Hayworth, que todavía no había salido. Le pidió a Luis Gusmán la dirección y lo fue a ver.

Como todo encuentro con un escritor que uno admira, recuerda Pauls, fue una decepción. Con un escritor uno puede tener ganas de hacerse amigo (o de seducirlo, agrega), pero esos encuentros no pueden más que dejar un sabor amargo.

Era una situación incómoda, irreal. El tipo no se quería ir, quería que no se terminara la situación («algo muy puiguiano» por otra parte, agrega). Dice dos cosas que están también en la biografía de Suzanne Jill Levine. Una, que su «biblioteca» (al menos en el departamento de Brasil) se componía nada más y nada menos que de ediciones traducidas a todos los idiomas de sus propios libros. «Entonces empecé a sentir que estaba como en la mansión de una especie de Howard Hughes de la literatura».

Y la otra, que las preguntas tontas como qué estaba escribiendo y qué películas había visto últimamente en el cine se le volvieron en contra: dejé la novela, me cansa, estoy escribiendo teatro; el cine, es caro, hay que hacer cola, veo videos. Y la única anécdota que rescata es que Puig le comentó que en pocos días iba a partir para un encuentro de traficantes de videocassettes.

Es una imagen magnífica. Manuel Puig, el escritor ya consagrado que vivía en Rio de Janeiro pagándole a gente working-class para que lo dejaran grabar sus conversaciones con él (voces triviales en conversación es su literatura, para Alberto Giordano), que había vivido en las salas oscuras del cine ante películas de Hollywood desde los cuatro años, no va más al cine. Mira películas con su videocasetera, solo o entre amigos, en un departamento de Rio de Janeiro.

Siempre estábamos un paso atrás con Puig, dice Alan Pauls. Sus libros dejan la imagen de algo más, una escena que recordamos de aquella vez que los leímos pero que al volver a agarrarlos no encontramos, como si se encogieran en la biblioteca. Como el cine, obviamente.

Manuel Puig. La conversación infinita. Alberto Giordano. 2001. Encuentro Internacional Manuel Puig. José Amícola y Graciela Speranza (compiladores). 1998. Ambos libros publicados por Beatriz Viterbo, Rosario.

Literatura ready-made

El cantante de Pearl Jam, Eddie Vedder, en el proceso creativo de Riot act (2002). Foto: Jeff Ament.

La primera vez que nombré a César Aira fue en una entrevista que le hice a Martín Kohan.

¿Y qué opinás del canon actual de la literatura argentina, que sería Piglia, Saer, Fogwill, Aira?
– Me parece que sí. Si son esos que vos estás diciendo, me parece perfectamente justo. (…) Es un canon, al que yo adhiero, pero es lo que otros señalan como “el canon de Puán”…

Nunca lo había leído. Apenas lo conocía, de revistas o suplementos literarios que caían en mis manos. Ese personaje misterioso, que no daba entrevistas y que había recopilado la obra póstuma de Osvaldo Lamborghini.

A principios de 2010 fui al Atril de Morón a canjear libros, tras una gran limpieza del altillo, como la de lunes pasado. Llevamos un bolso lleno. Eligiendo en los anaqueles de literatura latinoamericana vi La guerra de los gimnasios. No se ven muchos libros de Aira en librerías de segunda mano, fíjense… Y en las de nuevos, solo uno que otro título más bien reciente -y nunca dos veces el mismo.

Empecé a interiorizarme. Graciela Speranza habla de la literatura ready-made de Aira (1): intercambiable, superficial pero extraña por su misma naturaleza mutable. Ahí cita una entrevista en la que dijo: «me dicen que tendría que corregir más, revisar lo que hago, pero si hiciera eso tendría que tachar todo cada vez y escribir una novela nueva… que es lo que hago».

Aira publica dos o más novelas por año. «Novelas» -entre 20 y 200 páginas, cabe todo. Y va rotando de editoriales; casi todas las argentinas, desde Emecé hasta Mansalva, pueden decir «tengo un Aira», como si fuera un cuadro de Picasso. Como lector es casi un vicio: coleccionar lomos, formatos inverosímiles para la obra de un autor ídem.

La leí, me gustó, pero más bien diría que me desconcertó. Por lo loco, lo disparatado de la situación en un marco general de realismo. Y el final, como si le hubieran dicho «te quedan dos páginas, redondeame». Esa es otra crítica que se le hace a Aira, pero está en la línea de lo que le decía a Speranza: el tipo quiere terminar y escribir otra novela.

La siguiente fue La Villa. La saqué de la biblioteca de Puán. Las descripciones son su fuerte, dice Daniel Link en Leyenda, y coincido: esos cuadros de la planta circular, con forma de panal humano, son inolvidables. En el parque Rivadavia conseguí El divorcio, meses después de su lanzamiento, siguiendo la recomendación de Fogwill; fue la que más me gustó, por ahora, increíble.

En la Feria del libro de este año compré la reedición de Ema, la cautiva, su clásico de 1981. En una FLIA, Mil gotas, de Eloísa. Es adictivo Aira, leés, te gusta o no, pero querés leer la siguiente. Para el verano me aprovisioné en cuanta biblioteca tenía a mano: me esperan El Tilo, Yo era una chica moderna, Yo era una niña de siete años y El congreso de literatura.

¿Querés probar?

(1) Graciela Speranza, Fuera de campo. Literatura y arte argentinos después de Duchamp, Barcelona, Anagrama, 2006.

en un muro, en una servilleta

Maurizio Cattelan. La Rivoluzione siamo noi. 2000. Resina de poliéster, cera, pigmento, traje de fieltro y perchero metálico. 189.9 x 47 x 52.1 cm.

Recuerdo un texto de Roberto Bolaño compilado en Entre paréntesis. Citaba un poema de Nicanor Parra que decía

Los cuatro grandes poetas de Chile
son tres:
Alonso de Ercilla y Rubén Darío
_

Me pareció genial la cita porque nunca había leído algo tan parecido a la propia poética de Bolaño, que conocía del libro Tres. Lo compré en el Parque Rivadavia unos meses después de leer Los detectives salvajes, fines de 2007. Me salió 25$, regateado de 30.

El otro día le dieron el Premio Cervantes; a sus 97 años, le concedió una entrevista a Leila Guerriero para el Babelia del sábado pasado. Es la mejor nota que leí en los últimos cuatro o cinco años.

Constantemente me recordaba a Bolaño, a esos personajes de Bolaño que el tiempo y su temprana muerte han llevado a parecerse cada vez más a él mismo. Vive en Las cruces, una ciudad de las afueras de Santiago de Chile y los punkis locales le grafitearon «Antipoesía» en la pared de la casa.

Durante medio siglo
la poesía fue
el paraíso del tonto solemne.
Hasta que vine yo
y me instalé con mi montaña rusa (de Versos de salón, 1962)
_

Escribe Leila Guerriero:

Nicanor. Nicanor Parra. Escribe con birome común en cuadernos comunes, toma ácido ascórbico en dosis masivas, come siempre lo mismo: cazuelas, arrollados, sopas. Fue varias veces candidato al Nobel, sempiterno al Cervantes. Hace tiempo le propusieron filmar una publicidad de leche y, como Shakira formaba parte del proyecto, pidió cobrar lo mismo que ella. Dizque le pagaron treinta mil dólares por medio minuto de participación y que, desde entonces, repite que su tarifa es de mil dólares por segundo.

Cuenta también que tiene una foto de Bolaño intervenida con una cita de Hamlet: «Good night sweet prince». Kuitca hizo una serie de cuadros con esa frase, también.

Puede parecer cliché decir que los viejos de 97 años son más frescos que los pibes de 30. La verdad es que son pocos casos, pero constituyen la excepción que confima la regla.

*                                           *                                          *

En octubre volvió a aparecer la revista La Maga. Desconfío de los periodistas que la única manera que tienen de volver al ruedo es revivir la publicación que les dio fama.

El primer número no me gustó tanto. Las entrevistas en general estaban bien, pero lograban cansarme a base de un antikirchnerismo rabioso que me sorprendía defendiendo al gobierno -y también a algunos impensados entrevistados. El segundo, de noviembre, el último por ahora, creo, titula «Dos relatos» y promete explicar el ir y venir del periodismo de Clarín y Página/12.

Me gustaron dos cosas: Jorge Lanata recordando que el periodismo se tiene que hacer para que lo lean muchos (no para los entendidos del café) y Ricardo García planteando que el periodismo militante es muy fácil porque no se tienen que preocupar por conseguir publicidad o financiamiento: total paga el Estado.

Algo temporario

Bernardí Roig. Der Italiener (El buey). 2011. Resina de poliéster, acero, cuerda y fluorescentes. 410 x 120 x 150 cm.

No creo que los antiguos, aquellos que vivieron el despertar de la cultura escrita, hayan sido conscientes de los devenires que iría a seguir su «invención».

Por fin tengo mi Kindle. Se podría decir que entre nosotros hubo amor a primera vista: fue en la última Feria del Libro, en el stand de los lectores digitales, él brillaba sin luz propia en la mesa de prueba, junto a sus competidores, sosteniendo una feroz batalla por la supervivencia cual conejito de Duracell vs. las pilas comunes. Lo agarré y me costó entender que eso era una pantalla. Pero no, decía, esto es tinta, esto es papel. En cierta medida lo es.

Me lo trajo una amiga de mi vieja de Atlanta, GA. Amazon Kindle Wi-Fi. 139 U$S + 10 U$S de tax. Una bicoca. Cuando lo abrí volví a engañarme -«esto no es una pantalla». Lo conecté al USB de la PC y empezó a cargarse. Empezó a cobrar vida.

Apenas arrancó lo investigué, todavía algo escéptico, bien a la Argentina. Nada puede ser tan bueno. No puede ser que no te cobren por mandarte wireless cualquier documento personal, PDF u otro formato -sí, es así. No puede ser que te puedas bajar gratis libros que ya no pagan derechos -sí, es así. No puede ser que se lea perfecto («como un libro») tanto a plena luz del sol como con luz artificial -sí, es así. No puede ser que con solo colocar el cursor en una palabra te tire arriba la definición del Oxford English Dictionary, que viene incorporado -sí, es así.

Hay cosas que sólo son para mejor.

Igual como «yo, argentino», rápidamente me puse a llenarlo de libros bajados de la PC. Artículos de la New Yorker, ya me olvidé de imprimirlos para tirarlos después de leerlos. Y cuentos que están en Internet y son lo suficientemente largos como para que no aguantes en el monitor, pero lo suficientemente cortos como para que te dé cosita imprimirlos sólo para leerlos, adentro.

Uno de Faulkner: «A rose for Emily». Llegué por un artículo de Ludmer sobre Onetti.

Un libro de una escritora estadounidense de familia india, Jhumpa Lahiri, Interpreter of maladies. Llegué porque escribió un artículo en la New Yorker (de papel) que me trajo la amiga de mi vieja junto con el Kindle. Decía que cuando era chica una pareja india amiga de sus padres había tenido un hijo nacido muerto y que recién cuando fue grande pudo escribir sobre eso: el cuento, «A temporary matter», es el primero de este libro. Es de lo más impresionante que leí en los últimos tiempos. Hacía años que no lloraba con un cuento (qué linda la expresión inglesa: it brings me to tears…) Dijo Amy Tan: «Jhumpa Lahiri es de esos escritores que hacen que quieras agarrar a la próxima persona que ves por la calle y decirle: ¡Leé esto!»

Valga este post. Y la cultura libre.

#noalcanon

Somos como una gran familia

William Blake. Oberon, Titania and Puck with fairies dancing. Circa 1786. Lápiz y acuarela sobre papel. 47,5 x 67,5 cm.

La primera vez que escuché de Juvenilia fue en el curso de ingreso. En el cuadernillo de Lengua había unos párrafos, una de esas anécdotas tan graciosas que cuenta Miguel Cané sobre su vida en el Colegio Nacional de Buenos Aires allá por la década de 1860. Como la del robo de las sandías, me acuerdo. Me parecía algo muy lejano, porque si bien sabía que estaba hablando del mismo colegio al cual yo supuestamente iba a entrar, todo tenía una atmósfera tan pícara, casi suburbana, que no creía que jamás fuera a experimentar en carne propia ese tipo de aventuras.

No me equivoqué. Ni en la calidad de las organizaciones… ah no. Ese era otro discurso. Cuestión que nunca tuve esas aventuras que Cané narra en ese tono tan típico de la generación del 80: relajado, íntimo, casual. Como decía Mansilla: «entre-nos». Eduardo Wilde parece que disfrutó mucho al leer Juvenilia.

Era un mundo de notables. El autor-narrador (no deja de ser un relato autobiográfico) hace constante referencia a sus compañeros de curso que, en el momento de la escritura, eran ya prominentes figuras del mundo político y cultural argentino. Las mujeres, relata Sylvia Molloy en el texto que me disparó estas reflexiones (1), están excluidas -apenas menciona a algunas, inferiores de clase, que solo eran usadas para disfrutar en alguno que otro baile.

Lo más llamativo de este tono nostálgico del relato de Cané es que él tenía apenas 31 años cuando escribió y publicó Juvenilia. Es decir que los sucesos que narra habían tenido lugar solo 15 ó 16 años antes. Yo lo leí apenas terminé el colegio, me acuerdo que lo compré en Rosario en una librería que está frente a la plaza que a su vez está enfrente de la casa natal del Che Guevara. Me salió 3$, en 2006, una linda edición de GOLU de Kapelusz. Y lo leí por ahí, unos meses después, en unos días. Es cortito.

Y aburrido. No le recomiendo a nadie que quiera pasar un buen rato que lea Juvenilia. Los hombres que no amaban a las mujeres está mucho mejor. Y no es tan elitista. Ja.

(1) Sylvia Molloy, «Una escuela de vida: Juvenilia de Miguel Cané» en Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1996, pp. 133-145.

El escribidor sueco

Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist, en la versión cinematográfica de Los hombres que no amaban a las mujeres.

Leí Los hombres que no amaban a las mujeres antes de saber que Mario Vargas Llosa la había elogiado. En febrero de 2010, cuando se estrenó en Argentina la película, estaba haciendo un curso con Leonardo Tarifeño, quien había escrito la nota de tapa de la última adncultura: «Lisbeth Salander. El milagro de Stieg Larsson» (1). Él nos hablaba de la importancia del uso de la tecnología en el éxito de las novelas: Salander es una hacker que desde su Macbook se mete en la vida de corruptos y asesinos para develar al verdad y, subrepticiamente, conseguir justicia.

En general me parece que Los hombres… es una novela sobre la violencia machista. Una heroína justiciera (como dice Vargas Llosa, en la tradición del Amadís de Gaula o el Quijote), mujer, con piercings, hacker, bisexual, tímida y mentalmente inestable. Se junta con un periodista idealista y Don Juan, Mikael Blomkvist, con quien entabla una relación extrañamente cercana.

La película destaca la parte de la violencia y la injusticia. La novela, siguiendo a Vargas Llosa, no está «bien escrita» pero posee unos personajes muy bien definidos y entrañables, ambientaciones realistas y un argumento sólido. Es una novela extremadamente atrapante y dinámica, con desenlaces inesperados pero verosímiles e inteligentes. Las miserias de la familia Vanger, las movidas de Blomkvist y sus compañeros en la revista Millenium y la investigación contra el corrupto Wennerstrom son apenas mencionadas, quizá con razón, en la versión de la pantalla grande.

Hace un mes salió un artículo en la New Yorker: «¿por qué la gente adora las novelas de Stieg Larsson?», se preguntaba Joan Acoccela ante la abrumadora evidencia de las 14 millones de copias vendidas y el éxito cinematográfico. Es una nota algo tendenciosa y condescendiente, aunque dice algunas verdades. El hecho de que los asesinos sean nazis y neo-nazis parece forzado; los diálogos son malos (me acuerdo de Lisbeth, después de una noche de borrachera, el narrador nos la describe ojerosa, con dolor de cabeza y entre ceniceros y botellas de cerveza. «Tenía resaca», pone. ¡Ya sé, se entiende!), aunque es uno de los puntos más difíciles para los escritores. Otros puntos están de más: hay descripciones minuciosas y aburridas, sí, pero si las escribe Saer decimos que es «alta literatura».

«Como con muchas novelas mediocres, la trilogía es mucho mejor en la pantalla que en el libro», dice Acocella. Totalmente en desacuerdo. Larsson es un gran «escribidor», palabra de Vargas Llosa con la que acordaría César Aira, y sus novelas se leen con fruición y emoción. No cualquiera consigue eso. ¡Larga vida a Millenium!

Artículos:

  • Leonardo Tarifeño, «Lisbeth Salander. El milagro de Stieg Larsson». adncultura, 30 de enero de 2010, pp. 4-9. Se puede leer aquí.
  • Joan Acoccela, «Man of mistery». The New Yorker, 10 de enero de 2011. Se puede leer aquí.
  • Mario Vargas Llosa, «Lisbeth Salander debe vivir». El país, 6 de septiembre de 2009. Se puede leer aquí.