El matadero

Imagen

Richard Hamilton. Swingeing London 67 (f). 1968-69. Pintura acrílica, impresión fotográfica, papel, aluminio y acetato metalizado sobre lienzo. 67,3 x 85,1 cm.

Esos videos porno protagonizados por chicas que llegan a una oficina, se sientan en un sillón y hacen un casting donde se tienen que coger al tipo, chupársela, metérsela por el culo y acabarle en la cara, ¿son reales?

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Salió una nota en la última revista crisis que habla del imperio de la «buena onda» en los programas de radio FM. Son todos conductores en sus 40 que, con Pergolini como modelo máximo, hicieron su aprendizaje de rebeldía en los 80, aprendieron la lógica empresarial de los 90 y triunfaron mal que les pese en el neodesarrollismo macristinista (esa palabra me encantó).

Es una de las tantas cosas que se consolidaron en estos últimos diez años. Ahora se viene eh, en mayo preparémonos para todas las notas, reflexiones y análisis habidos y por haber: «Diez años de kirchnerismo». Variaciones de eso. Otra nota en crisis, una entrevista con Martín Rejtman hace unos meses, hablaba de eso. Rejtman decía que Puerto Madero y Tinelli, como símbolos del menemismo, explotaron hasta su máximo esplendor en el kirchnerismo.

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Estuve parado en la esquina de Jean Jaures y Corrientes durante media hora, a la tardecita de un día de semana. Vi pasar mucha gente. Básicamente los estilos eran dos: pibes y pibas de clases populares, chomba Lacoste o ropa deportiva, peinados con colita para arriba en ellas, rapado y gorrita ellos; y gente a la que nunca le faltó nada y que laburan en oficinas recicladas por el intento de gentrificación inconcluso del barrio del Abasto. Sobre todo las mujeres, bien vestidas, con esos vestidos que están de moda ahora en verano, pero los hombres también, con auriculares caros, anteojos de sol y camisas de diseñador. A nadie le importa nada. Todos caminan como si los demás fueran obstáculos.

Lo que más me impactó fue el cruce de la calle. Soy un obsesivo de las reglas de tránsito, lo reconozco. Yo no cruzo con la barrera baja ni aunque el tren esté parado en la estación a cinco cuadras de mi barrera. Acá la gente cruzaba Jean Jaures y venían los autos a todo lo que da y ellos corrían, les tocaban bocina pero ni se inmutaban. Lo normal es llegar a la esquina y cruzar, y solo en medio de la calle mirar al costado a ver si viene un auto. Nadie mira para arriba a ver el semáforo.

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Una amiga venezolana me dijo que allá a los telos les dicen «mataderos».

Soporte

Belén Romero Gunset. Autodisciplina #1. 2011. Instalación (detalle). Medidas variables.

Ayer salió una nota en El país sobre los soportes en que escuchan música los jóvenes. La noticia era que, según una encuesta de Nielsen, por primera vez el portal YouTube fue el medio preferido por los jóvenes estadounidenses, superando a los CD, elepés (así le dicen los españoles) o las canciones digitales por iTunes. El estudio no considera medios ilegales (torrent, taringa, piratebay) ni streaming (grooveshark).

Son puntos de quiebre en la historia de la comunicación, como cuando Amazon por primera vez registró más ventas de ebooks que de libros «de papel». O como cuando en Argentina se contabilizaron más líneas de celulares que «terrestres». De hecho en casi todos los países desarrollados del mundo hay más líneas de celulares que personas. Ahora, un mayor porcentaje de jóvenes en EEUU declaran usar YouTube para escuchar música que otros soportes.

El periodista se pregunta por la calidad de lo que escuchamos. «¿Oír una canción en las condiciones propias de un ordenador (o de un móvil inteligente) es intrínsecamente peor que hacerlo ante un equipo de miles de euros?», plantea. La pregunta es obviamente retórica y la respuesta, negativa. La clave está en el «intrínsecamente».

La revolución de los creadores de YouTube fue darse cuenta de que las personas estaban dispuestas a sacrificar calidad por inmediatez. Internet es la historia de las cosas que se sacrifican en nombre de la inmediatez: precisión, detalle, sentimiento, calidez. Con la música, dice la nota, se introdujo una pequeña corrección gracias a que las grandes discográficas abrieron sus «canales» oficiales, ofreciendo música en alta calidad, gratis, y percibiendo ingresos por ello.

«Escuchar música en un ordenador es como ver un cuadro en blanco y negro», dice un fundamentalista. No creo que YouTube sea el mejor soporte para escuchar música; a mí, particularmente, me molesta el entorno, la abundancia de estímulos laterales. Es, aún así, una base enorme: casi todo lo que me pueda imaginar está ahí. Pero Internet es más que YouTube: son las sesiones originales de Daytrotter, los «Tiny Desk Concerts» de la NPR o la programación de la BBC 6music para todo el mundo.

Ahora estoy escuchando un concierto de Laura Marling en Filadelfia, en enero de este año, para la radio pública XPN. Otro de la nota dice: «Solo podemos conocer una parte de algo que es inmenso, y aunque la oferta sea más extensa, la gente acaba escuchando lo mismo de siempre». Algo de eso hay. Villa Diamante nos decía que al final del día, después de bajarte veinte discos por semana, llegás a tu casa y ponés London calling de The clash.

El hombre suburbano

Elisabeth Moss encarna a la enigmática e íntegra Peggy Olson en la serie norteamericana Mad men.

Antes la única manera que tenía de ver una serie de televisión era por televisión. Suena tan lógico como leer un libro en papel o escuchar música en un minicomponente; es decir, la lógica anterior a Internet.

Por ejemplo, vi las primeras dos o tres temporadas de una que se llamaba One tree hill. La empecé a ver porque el título me remitió a la gran canción de U2 de The Joshua tree, coincidiendo con mi época de mayor fanatismo hacia la banda. Entonces la enganchaba en un famoso canal de cable y la veía todas las semanas, por ejemplo los miércoles a las 21 hs. Creo que sigue.

Tenía esa cosa romántica de la cita repetida, eso que se extendía desde los inicios de la masificación de los medios de comunicación allá por la década de 1920 en Argentina con los folletines que analiza Sarlo en El imperio de los sentimientos y después con las radionovelas de las siguientes décadas, esas que escuchaban las mujeres de las novelas de Manuel Puig, en las que veían sus frustraciones y sus sueños por igual.

Otra que veía por la tele era Undeclared, conocida acá como Primer año, con Jay Baruchel y otros actores que explotarían luego como símbolos de la «nueva comedia indie» norteamericana (la de las películas Knocked up, Superbad, etc). Por el mismo canal (aunque no a la misma hora).

Pero desde el año pasado, llegaron las series ilegales a la Web. La primera que me enganchó, siguiendo la comedia, es The Big Bang theory. La empecé porque un amigo me decía que era igual a Sheldon, uno de sus protagonistas. Por lo ñoño y aparato, etc. No me pareció así, pero igual la miré (no la terminé, y encima se sigue emitiendo).

De joyas del pasado, me quedé encantado con Twin Peaks, un clásico de principios de los 90. Una genialidad, verdaderamente; solo dos temporadas, redonda, un golazo. Hace poco vi otra de dos temporadas (aunque se viene la tercera): Downton abbey, inglesa, de época, transcurre en los años previos y durante la Primera Guerra Mundial en una mansión de la realeza, con la exquisita interacción de «upstairs» y «downstairs» (la realeza y la servidumbre, o mejor dicho, el «personal»). Y con esa politeness tan british… ah, deliciosa. Capítulos de una hora, alto despliegue, costumes, todo…

Y otra que empecé hace mucho se llama Mad men. Vi las tres primeras temporadas de corrido (aunque nunca más de un capítulo por día) y al llegar a la cuarta bajaron los capítulos del servidor. Entonces estuve ponele tres o cuatro meses sin verla. Hará dos semanas lo arreglaron y me volví a enganchar. No me parece «ohh lo más», pero algunos personajes me intrigan (el de Elisabeth Moss) y la época histórica se pone más interesante (van por el año 1965, Beatles en el Shea Stadium incluidos).

El foco del negocio

Sandro Pereira. Conversación sobre la hierba. 2002. Escultura: resina poliéster, fibra de vidrio y esmalte sintético. 55 x 30 x 28 cm.

Ya conté acá alguna vez el asombro que me producía, de chico, la visita a Tower Records. Estaba en Cabildo y Juramento; el local ahora lo ocupa un meganegocio de ropa deportiva. Ahí compré mis primeros discos de rock, así como los pósters de Star Wars que hasta no hace mucho decoraban mi habitación: Luke Skywalker, la princesa Amidala y Obi-Wan Kenobi del Episodio I. Diez pesos cada uno, me acuerdo.

En ese Tower, como en el de Florida y Viamonte que visitábamos con mis amigos del colegio, lo impactante era la monumentalidad. Era el lugar adonde más música junta podíamos ver y escuchar, porque estaban esos terminales con auriculares grandes, mucho mejores que los que teníamos en casa. También en un local del Unicenter se podían escuchar los nuevos lanzamientos: tengo la imagen azul de Cuadros dentro de cuadros de Catupecu machu, 2002…

Hace unas semanas vi la película Red social. Además de la historia de Facebook, un personaje muy importante resulta ser Sean Parker, uno de los creadores de Napster. Cuando están reunidos con los dos dueños de Facebook, Zuckerberg entusiasta y Eduardo Saverin reacio, Parker les pregunta: ¿cómo terminó lo de Napster? «Perdiste», responde Saverin. «Sí, en la justicia. Pero, tomá, ¿querés comprar un Tower records?», le devuelve, divertido, ante la sonrisa aprobadora de Zuck.

Eso es lo impresionante que hizo Napster. Yo lo habré usado menos de un año. A fines de 2000 y principios de 2001. Me bajaba canciones a 3,5 kbps. Cuando tocaba los 4, era un día de suerte; si alguien quería que cortáramos para usar el teléfono, le decíamos que espere, que estábamos bajando a 4,2 kbps. Por ahí un tema lo hacías en tres o cuatro conectadas de media hora. Era raro estar más de media hora conectado a internet. Tengo muy presente que Napster era clean: nada de avisos, distracciones.

Lo que Napster nos legó, a los que nos gusta la música, es un cambio mental. Antes, una disquería era un negocio redondo y un bien cultural: si querías música, era el lugar al que ir. Después, lo mirabas con sospecha: pará, pará, ¿por qué se supone que tengo que pagar por esto? Otro cambio cultural fuerte fue empezar a pensar en términos de canciones más que de discos; ya no tenías que bancarte esos 14 temas de los cuales solo «estaban buenos» dos o tres.

Napster les hizo saber a los músicos policías (Metallica, sos botón) que podían ganar una demanda o dos, millones de dólares para ellos, pero que en la mente de la gente algo había cambiado y ya no iban a poder volver atrás. Este es el lugar donde más música junta podés encontrar; y es gratis, y es libre.

Vivir en Internet

Roy De Forest. Untitled (Landscape-Nipples). 1981. Pasteles y elementos varios. 60 x 76 cm.

Una persona tiene una idea. Se le ocurre que lo que hace falta no es darte la mayor cantidad de información posible sobre qué novela podés mirar el jueves a la noche; hay que decirte qué novela le gustó a tus amigos, y comparada con otras novelas que ya sabemos que te han gustado, creemos que te van a gustar.

Quiero que puedas saber si esa chica que viste en la clase de Fisiología y que, sí, estoy seguro, me miró, no está de novia, cortó hace dos semanas, «dale, Sole, vos podés», «¡besos amigaa!» Me gusta.

Mark Zuckerberg tuvo una idea que tomó forma acabada durante 2004. Hoy en día Facebook, si decide cotizar en bolsa (que es algo que se espera que haga en el primer semestre de 2012, ya que pronto alcanzaría los reglamentarios quinientos accionistas), valdría alrededor de ciento cuarenta mil millones de dólares. A ver en números: 140.000.000.000 dólares.

El año pasado había salido una gran nota en la New Yorker, donde te quedabas con la idea de que el tipo no era un loco manipulador de información global, que quería tus datos para pasárselos a la CIA -era un convencido de que el mundo sería un mejor lugar si todos conociéramos más a nuestros amigos.

La película Red social (2010) me impresionó para bien; esperaba un típico palo al exitoso, golpes fáciles que lo pintaban como un maquiavélico empresario al igual que en el capítulo de Los Simpsons a Homero como «abusador sexual». Vemos a un Zuckerberg arrogante, sí, pero generoso y ecuánime. Apresurado y ambicioso por momentos, pero visionario y pertinaz. Una persona que no parece preocuparse ante la carroña de la que es sujeto por parte de sus otrora amigos y/o enemigos.

Es una persona, un pequeño genio, a la cual se le ocurrió una idea tan sencilla, en una clase de instituciones tal vez agigantadas por la imaginación y los medios masivos norteamericanos (las universidades de élite), pero que efectivamente pudo desarrollar con tezón y firmeza. La comparación con Argentina me resultó inmediata -la decepción que siguió no lo fue menos.

La Costa Oeste («how are things on the West Coast?», cantaba ya Interpol…) fue la cuna de la innovación informática, desde el mítico Sillicon Valley de la década del ’60. Ahí se ve persuadido a mudarse Zuckerberg, a instancias del en mi opinión personaje más logrado de la cinta: Sean ParkerJustin Timberlake!), fundador de Napster. Vemos cómo, al alejarse de Nueva York, puede focalizarse en ampliar la compañía (siempre interesándose poco por la plata, lo que lo aleja de su compañero Eduardo).

La clave está en la lucha entre dos modelos de empresa: el que gana plata a toda costa, metiéndose en los rincones más inesperados aún a costa de perder el feeling inicial cortando la fiesta a las 11 de la noche (sería Google); y el que decide fortalecerse, «seguir hasta las 4 de la mañana» para recién ahí pensar en cómo ganar plata, cuando sigue siendo cool.

Un mundo mejor

Gabriel Valansi. Zeitgeist # 424 DS. 2000. Impresión digital con marco de vidrio. 116 x 153 cm.

Hace tres semanas salió en la New Yorker una nota que me impactó. Como toda buena revista (y todo medio periodístico, me atrevería a decir) debe hacer, una vez más probaron extender el alcance de un hecho local, darnos otra mirada de los hechos que pensamos conocer tan bien.

Qué no se ha escrito sobre Facebook. Que lo maneja la CIA, que es una cagada «exponer nuestra privacidad» (pero lo hacemos igual), que se han separado parejas y armado nuevas. La nota se llama «The face of Facebook» (El rostro de Facebook) y la firma José Antonio Vargas. Es básicamente la historia de Facebook y su co-fundador, Mark Zuckerberg (Zuck, para los amigos).

Nos enteramos de varias cosas que, por lo menos yo, suponía. Era un nerd de clase alta que a los 12 años, como era loquito de la computación, le programó al padre un software para su consultorio médico. «Algunos chicos juegan a los videojuegos. Mark los creaba», dice en otro párrafo con ese estilo típico de la New Yorker, serio y laid back a la vez. Después fue a Exeter, se diplomó en Letras Clásicas y en 2002 entró a Harvard.

El chabón se metió en las fraternidades, usó remeras ñoñas y, obviamente, siguió creando programas. «Zuckerberg tenía la manía de crear programitas simples y adictivos», dice Vargas. Primero inventó uno llamado CourseMatch, que te decía qué materias elegir basándose en las elecciones de otros usuarios (un sistema parecido al que se usa ahora en la Facultad de Derecho).

Obviamente la historia tiene su costado sentimental, su costado polémico (todas las cabezas que Zuckerberg pisó) y hasta su costado legal (hay unos tipos que lo demandaron porque dicen que les robó la idea).

Pero al final llega la parte más interesante, cuando Dana Boyd, una investigadora sobre Medios en Microsoft Research New England, dice: «Esto es una pelea filosófica». Lo que postula, junto con muchos otros críticos, es que Zuckerberg no es un cínico ni un frío calculador que espera ganar dinero con la información de las personas -si no cómo explicar que haya rechazado la oferta de compra de Yahoo! por mil millones de dólares en 2006.

El tipo está seriamente convencido de que el mundo sería un lugar mejor si todos fueran «más abiertos y transparentes». Por otra parte, «si tenés 26 años, fuiste un niño prodigio, fuiste rico toda tu vida, privilegiado, exitoso, obviamente que no vas a creer que alguien pudiera llegar a tener cosas que ocultar», agrega Anil Dash, un pionero de los blogs.

Me dejó pensando.