Fernando Peña, por David Sisso.
Fernando Peña solía decir que se iba a matar en escena. Sería un buen final, pensaba, para alguien como él que solo parecía encontrar su lugar en el mundo arriba del escenario. Sus obras de teatro escandalizaban a todos a fines de los 90 y principios de esta década. Cada nuevo espectáculo de Peña, se decía, era «transgresor, atrevido» y demás adjetivos ensalzadores a los que ya nos tiene bien acostumbrada la crítica argentina. Podría decirse, en cierto modo, que cumplió su deseo.
Yo admiraba a Fernando Peña. Cuando fue el conflicto con el campo y él tuvo su ya mítica discusión con Luis D’Elía en El parquímetro, nos peleamos en un ensayo de Olas de nadie por ese tema. No eran los 70, está bien: pero tal vez de acá a 20 años se recuerde ese período como un breve renacer politizador de la juventud. Uno de nuestros músicos es militante de la JP Evita, esto es, lo más dogmático del kirchnerismo. Cuando surgió el tema D’Elía-Peña, le comenté que D’Elía me había parecido bastante agresivo innecesariamente, y que claramente había «perdido» la confrontación discursiva contra ese incisivo animal radial que era Fernando Peña. Es un oligarca, cheto de barrio norte, me respondió. Seguro que lo era: pero también era un excelente artista. A continuación, una crónica del funeral de un artista del hambre.
por Maximiliano Estravis Barcala (enviado especial de Fuera de contexto).
Alrededor del cajón la gente había ido tirando flores o papeles con mensajes afectivos. A un costado, un i-Pod que, conectado a un parlante, reproducía música caribeña y rioplatense. Presidiendo la escena, una bandera uruguaya y un Chivas Regal con un vaso medio vacío. Tal era el paisaje en el salón de la Legislatura Porteña donde Fernando Peña fue velado. Al retirar el ataúd del edificio, la multitud congregada sobre Diagonal Sur rompió en aplausos y espontáneamente se dio el último adiós al grito de “Chau puto lindo”.
Puede ser que todavía no haya caído, pero va a ser duro no volver a escucharlo por la radio a la mañana. Tenía un arte único, una manera de hacerte sentir lo que él estaba sintiendo, sin necesidad de estar cerca suyo, ni siquiera de verlo: como decía uno de los separadores, “porque la radio es bella”. Había días que estaba muy serio, llegando a institucionalizar, en los últimos meses, “las primeras medias horas”, en las que estaba sólo en el estudio, hablando sobre temas personales y considerablemente profundos. Otros días sacaba a relucir su multitud de geniales personajes, criaturas con las que sin duda todos nos sentimos identificados. Era un placer cerrar los ojos e imaginar a la mesa, supuestamente llena de gente, para luego sentir incredulidad: realmente lo hacía todo él sólo.
Creo que mucha gente ha aprendido de él mucho más que yo. Nos ha enseñado que hay cosas más vergonzosas que ser puto, que no es esa la vergüenza. Así que acuérdense, si lo ven por la calle, grítenle “¡puto lindo!”.